Es necesario considerar que la segunda guerra
mundial dio lugar a la creación de dos tipos de acuerdos fundamentales entre
los países occidentales, basados en distintas racionalidades intelectuales y
necesidades políticas. El primero, que ocupó un rol dominante, se originó en la
creciente rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética y fue una
reacción a la así llamada "amenaza comunista". El segundo, en cambio,
fue una reacción a las rivalidades económicas y a los serios problemas
políticos de los años treinta y a la guerra que resultó como consecuencia de
ellos1. El primero, denominado "orden
de la guerra fría", llevó a la contención, la carrera armamentista y la
competencia ideológica, es decir, a una confrontación interimperial de carácter
global. El segundo, conocido como "orden liberal democrático", se
plasmó en un conjunto de acuerdos e instituciones entre los países capitalistas
desarrollados bajo el liderazgo (si se quiere "hegemonía") de los
Estados Unidos.
El primer orden es el que terminó y de manera
abrupta e inesperada. Su centralidad anterior ha velado en buena medida la
continuidad del segundo. Desde luego, este último ha atravesado una gran
cantidad de problemas y deberá enfrentar numerosas dificultades. Sin embargo,
no puede compartirse la posición de cuño realista que sostiene que la
cooperación entre las democracias occidentales avanzadas se debió a la guerra
fría y que muerta ésta, las relaciones intra-Norte se deteriorarán dando lugar
a nuevas situaciones de equilibrio de poder y de rivalidades interestatales.
Sin duda, la rivalidad Este/Oeste reforzó la
solidaridad occidental. Este no es un aspecto menor. Sin embargo, las
tendencias globales no van en dirección de la confrontación intra-Norte, sino
más bien en el sentido de la continuación y extensión del "orden liberal
democrático". A pesar de las predicciones pesimistas de los realistas, la
OTAN sigue viva y los diversos procesos de regionalización en boga en todas
partes son fundamentalmente distintos a los experimentos autárquicos de los
años treinta.
El rescate de este escenario es válido tanto por
cuestiones empíricas como normativas. Nuestra región reúne por primera vez las
condiciones necesarias para formar parte de esta "unión pacífica",
dicho de otra manera, para alejarse de la idea de la Historia como un eterno
retorno. Por otra parte, es el que más nos conviene. Un escenario neorealista,
signado por el conflicto, el equilibrio de poder y un aumento inevitable del
proteccionismo económico, limitaría enormemente nuestro margen de acción
internacional. Señalada esta tendencia global, no debe leerse que el orden
mencionado no esté en alguna medida amenazado (esto le pasa a cualquier orden
en algún momento) o que estemos transitando hacia el reino de la paz y la
justicia. Precisamente, uno de los aspectos claves de este orden es el
incremento de la desigualdad y la creciente marginación de vastos sectores de
la población mundial.
En el fin de la guerra fría ha afectado
esencialmente las agendas políticas y de seguridad, tanto en un nivel global
como en la región. Aquí hay más cambios que continuidades. Y, en algunos casos,
más que continuidades, una vuelta a patrones anteriores a la guerra fría. El
cambio principal está en la definición de los intereses de seguridad de Estados
Unidos en América Latina y el Caribe y la creciente importancia en la región de
los nuevos temas de la agenda global (particularmente los de la "agenda
negativa") que requieren ser tratados en forma multilateral. Muchos de
estos temas constituyen verdaderas amenazas a la seguridad nacional de los
países de la región y crearán tensiones no sólo con Estados Unidos, sino con
otros países extra-hemisféricos.
Esto puede llevar al resurgimiento en Estados Unidos
de enfoques tradicionales para tratar a la región. "Estas actitudes -que
no pueden ser llamadas una política coherente o consciente sino más bien un
conjunto de actitudes concurrentes- incluyen una aversión a la interferencia de
extraños, una compulsión por impedir la inestabilidad si ésta amenaza a los
EE.UU. y un deseo de preservar la autonomía de acción de los EE.UU. de manera
que los intereses globales no se vean comprometidos2.
De todas maneras, debe insistirse en que, al igual que durante la guerra fría,
la región seguirá preocupada por los temas económicos, que continúa siendo los
de principal interés.
La globalización ha tenido un impacto fenomenal
sobre las formas de Estado, las culturas nacionales, los procesos de
integración y las estrategias de desarrollo "orientadas hacia
adentro" en América Latina y el Caribe. De hecho, ha obligado a
modificarlas y, como otra cara de la misma moneda, a definir las políticas
exteriores de los países de la región (desde luego, con las particularidades de
cada caso nacional) comenzaron a adquirir un tono crecientemente
"pragmático" con anterioridad al fin de la guerra fría. Esto último
no habría hecho entonces más que acelerar y profundizar un cambio que venía de
más lejos.
La crisis del orden westfaliano se acelera y
profundiza con el fin de la guerra fría y la globalización. Aquí, se abre un
enorme campo de debate sobre el concepto de soberanía, las reglas de
coexistencia y las instituciones (o, lo que es casi lo mismo, la gobernabilidad
del orden internacional). Frente a los argumentos de los globalistas extremos,
es necesario rescatar el rol del Estado y la política. El mundo es algo
demasiado complejo y dinámico como para que la interdependencia o el mercado,
por sí, puedan satisfacer necesidades y deseos.
Es cierto que el Estado es hoy una entidad política
en un sistema complejo de poder que incluye niveles supranacionales y locales.
No obstante ello, sigue siendo el actor político principal. Es el lugar (muy
particularmente, cuando el Estado es democrático) desde donde mejor pueden
construirse, legitimarse y monitorearse espacios de gobernabilidad
internacional, regional, nacional y local. En palabras de Hirst y Thompson.
"Las estados-naciones pueden hacer esto de una manera en la que otras
agencias no lo pueden hacer son pivotes entre las agencias internacionales y
las actividades subnacionales, porque son los que proveen legitimidad como la
voz exclusiva de una población territorialmente limitada"3.
Nuestros estados tienen, en consecuencia, nuevos
roles a desempeñar en un momento en el que existen mayores condiciones que en
el pasado reciente (acaso más que nunca) para jugar un papel de algún relieve
en materia internacional asumiendo mayores responsabilidades. Para ello no hay
mucho que inventar. Es preciso cooperar y estar dispuesto a revisar algunas de
nuestras viejas tradiciones en beneficio de una nueva e imprescindible
gobernabilidad que contemple y sopese, en un marco de creciente
interdependencia, tanto el impacto de los tres cambios mencionados como el amplio espacio de la continuidad.
1 Ikenberry, John G., (1996).
2 Tulchin, Joseph (1995).
3 Ferguson Yale, & Mansbach, Richard (1996).