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consultado mayo 26/2001
LA
ECONOMÍA POLÍTICA DEL SIGLO XX
Samir Amin
La Belle Époque
El
siglo XX llegó a su fin en una atmósfera asombrosamente reminiscente a la que
había presidido su nacimiento –“la belle époque” (que fue hermosa, al
menos para el capital). El coro burgués de los poderes europeos, de los EEUU y
del Japón (que llamaré aquí “la tríada” y que, para 1910, ya constituía
un grupo que se hacía notar) entonaba himnos a la gloria de su triunfo
definitivo. Las clases trabajadoras del centro ya no eran las “clases
peligrosas” que habían sido durante el siglo XIX y los otros pueblos del
mundo eran llamados a aceptar la “misión civilizadora” de Occidente.
La
belle époque coronó un siglo de transformaciones globales radicales , marcadas
por la emergencia de la primera revolución industrial y la formación del
moderno estado nacional burgués. El proceso se extendió desde el cuarto
Nor-occidental de Europa y conquistó al resto del continente, los EEUU y Japón.
Las viejas periferias de la edad mercantilista /Latino América y las Indias
Orientales inglesas y holandesas) quedaron excluías de la revolución dual,
mientras los viejos estados de Asia (China, el Sultanato Otomano y Persia) eran
integrados como periferias en la nueva globalización. El triunfo de los centros
del capital globalizado se afirmó en una explosión demográfica, que hizo
rebosar a la población europea del 23% del total mundial en 1800 al 36 por
ciento en 1900. Al mismo tiempo, la concentración de la riqueza industrial en
la tríada, creó una polarización de la riqueza en una escala desconocida para
la humanidad a todo lo largo de su historia. En las vísperas de la revolución
industrial, la desproporción en la productividad social entre el quinto más
productivo de la humanidad y el resto, nunca excedió de una proporción de dos
a uno. Hacia 1900, la proporción era de veinte contra uno.
La
globalización que se celebraba en 1900, ya entonces llamada “el fin de la
historia”, era sólo un hecho reciente, que emergió durante la segunda mitad
del siglo XIX. Las aperturas de China y del Imperio Otomano en 1840, la represión
de los Sepoys en India en 1847, y la división del África que comenzó en 1885,
marcaron los pasos sucesivos en este proceso. La Globalización, lejos de
acelerar el proceso de acumulación de capital (un proceso distintivo al que no
puede reducirse), en los hechos trajo consigo una crisis estructural entre 1873
y 1896, y casi exactamente un siglo después, volvió a hacer esto otra vez. Sin
embargo, la primera crisis se acompañó de una nueva revolución industrial (la
electricidad, el petróleo, los automóviles, el aeroplano), que se esperaba
transformaría a la especie humana, más o menos como se dice hoy con relación
a la electrónica. En paralelo, se crearon los primeros oligopolios industriales
y financieros—esto es, las corporaciones transnacionales (CTNs) de la época.
La Globalización financiera parecía consolidarse de una manera estable (y fue
pensada como eterna, de alguna manera una creencia contemporánea que nos es
familiar) en la forma del Gold Sterling Standard. Hasta llegó a haber
conversaciones sobre la internacionalización de las transacciones que se hacían
posibles por las nuevas bolsas de valores, con el mismo entusiasmo que acompaña
hoy en día las conversaciones sobre la globalización financiera. Julio Verne
enviaba entonces a su héroe (inglés, por supuesto) alrededor del mundo en
ochenta días –y con esto mostraba que para él “la aldea global” era ya
una realidad.
La
economía política del siglo XIX fue dominada por las figuras de los grandes clásicos
–Adam Smith, Ricardo, y luego Marx con su crítica devastadora. El triunfo de
la globalización de fin-de-siècle condujo frente al escenario a una nueva
generación “liberal”, arrebatada por el deseo de probar que el capitalismo
era “insuperable” ya que expresaba las demandas de una racionalidad eterna y
transhistórica. Walras, una figura central en esta nueva generación (cuyo
descubrimiento por los economistas contemporáneos no es una coincidencia), hizo
todo lo que pudo para probar que los mercados se regulaban solos. Y tuvo tan
poco éxito entonces en probar esto como los economistas neoclásicos de
nuestros días.
La
ideología del liberalismo triunfante reducía a la sociedad a una mera
multiplicación de individuos. Luego, siguiendo esta reducción, se afirmaba que
el equilibrio producido por el mercado constituía a la vez el optimum social y
garantizaba la estabilidad y la democracia. Todo estaba sin embargo ya en pie
para substituir una teoría del capitalismo imaginario por un análisis de las
contradicciones en el capitalismo real.. La versión vulgar de este pensamiento
social economicista encontraría su expresión en los manuales del británico
Alfred Marshall, la biblia de la economía de aquélla época.
Las
promesas del liberalismo globalizado, como eran entonces desparramadas a los
cuatro vientos, parecían hacerse realidad por un instante durante la belle époque.
Después de 1896, el crecimiento se reinició otra vez sobre las nuevas bases de
una segunda revolución industrial, los oligopolios y la globalización
financiera. Esta “salida de la crisis” bastó no sólo para convencer a los
ideólogos orgánicos del capitalismo –los nuevos economistas—sino también
para estremecer a un movimiento obrero atemorizado. Los partidos Socialistas
comenzaron a deslizarse de sus posiciones reformistas a más modestas
ambiciones, a ser simples asociados en la administración del sistema. Este giro
fue muy similar a lo que encontramos hoy en el discurso de Tony Blair y Gerhard
Schroeder. Las elites modernistas de la periferia también creyeron que nada podía
imaginarse fuera de la lógica dominante del capitalismo.
El
triunfo de la belle époque duró algo menos de dos décadas. Unos pocos
dinosaurios, aún jóvenes en ese tiempo (por ejemplo, Lenin!), predecían su caída,
pero nadie los oía. El liberalismo, o el intento de poner en práctica la utopía
del “mercado libre” individualista—que en los hechos es la dominación
unilateral del capital—no podía reducir la intensidad de las contradicciones
de todo tipo que el sistema llevaba consigo. Por el contrario, las hacía más
agudas. Detrás d los alegres himnos que coreaban los partidos obreros y los
sindicatos a medida que se movilizaban para la causa de sin sentido utópico
capitalista, uno podía escuchar las rumias mudas de un movimiento social
fragmentado, confuso, siempre al borde de una explosión, y que se cristalizaba
en torno a la invención de nuevas alternativas. Unos pocos intelectuales
bolcheviques utilizaban sus dotes para el sarcasmo con respecto al discurso
narcotizado de la “política económica del rentista”, como describían al
“pensamiento único” del tiempo –las reglas hegemónicas del pensamiento
del “libre mercado”. La globalización liberal sólo podía engendrar la
militarización del sistema en la relación entre los poderes imperialistas de
la era, y sólo podía acarrear una guerra que, en sus formas frías o
calientes, habría de durar más de treinta años –de 1914 a 1945.
Tras
la aparente calma de la belle époque era posible discernir el ascenso de luchas
sociales y de violentos conflictos domésticos e internacionales. En China, a
primera generación de críticos al proyecto de modernización burguesa estaban
abriendo un sendero, su crítica—todavía en un estadio balbuceante en India,
el Imperio Otomano, el mundo árabe y América Latina—habría finalmente de
conquistar los tres continentes y dominar los tres cuartos del siglo veinte.
La
guerra de Treinta Años (1914-1945)
Entre
1914 y 1945, el escenario fue dominado simultáneamente por la guerra de treinta
años entre los EEUU y Alemania, sobre quien habría desheredar la difunta
hegemonía inglesa, y por los intentos por contener y controlar—por todos los
medios posibles—la alternativa de hegemonía descrita como la construcción
del socialismo en la Unión Soviética.
En
los centros capitalistas, tanto los victoriosos como los vencidos en la guerra
de 1914-1918, intentaron persistentemente—contra todos los cálculos—restaurar
la utopía del liberalismo globalizado. Vimos entonces el retorno del Gold
standard, un orden colonial mantenido a través de la violencia y la dirección
económica, regulada durante los primeros años de guerra, otra vez
liberalizada. El resultado pareció positivo por un breve período, y en los
1920s se pudo observar un crecimiento renovado, empujado por el dinamismo de la
nueva economía de producción de autos en masa en los Estados Unidos y el
establecimiento de nuevas formas de trabajo de ensamblaje en línea (parodiada
tan brillantemente por Chaplin en “Los Tiempos Modernos”) Pero estos
desarrollos tuvieron escaso espacio para generalizarse, aún en el corazón de
los países capitalistas, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La
restauración de los 20s fue frágil, y tan luego como 1929, el sustento
financiero-el más globalizado segmento del sistema.. colapsó. La siguiente década,
que se enderezaba hacia la guerra, fue una pesadilla. Los grandes poderes
reactuaron frente a la recesión como lo harías después en los 1980s y en los
1990s, con políticas deflacionarias sistemáticas, que sirvieron sólo para
agravar la crisis, creando una espiral descendente caracterizada por el
desempleo masivo—tanto más trágico para sus víctimas ya que los amparos del
estado de bienestar todavía no existían. La globalización liberal no pudo
frente a la crisis y el sistema basado en el oro tuvo que ser abandonado. Los
poderes imperialistas se reagruparon en el marco de imperios coloniales y de
zonas de influencia protegidas –las fuentes de todos los conflictos que llevarían
hacia la Segunda Guerra Mundial.
Las
sociedades Occidentales reaccionaron de manera diferente frente a la catástrofe.
Algunas saltaron a los brazos del fascismo, eligiendo la guerra como un medio de
rehacer el tablero a escala global (Alemania. Italia, Japón). Los Estados
Unidos y Francia fueron la excepción y a través del New Deal de Roosevelt y
del Frente Popular en Francia, lanzaron una opción diferente a la de la
regulación del mercado (“regulación”) a través de una intervención
activa del estado, respaldado por las clases trabajadoras. Estas fórmulas, sin
embargo permanecieron tímidas, y su expresión más plena sólo viene a ocurrir
después de 1945.
En
las periferias, el colapso de los mitos de la belle époque gatilló una
radicalización anti-imperialista. Algunos países en América latina, sacando
ventaja de su independencia, inventaron nacionalismos populistas en una variedad
de formas: en México, durante la revolución campesina de los 1910s y de los
1920s, en Argentina, durante el peronismo en los 1940s. En el Oriente, el
kemalismo turco fue su contrapartida. Tras la revolución de 1911, China fue
asaltada por una larga guerra civil entre los modernistas burgueses –el Kuo
Ming Tang—y los comunistas. En todos lados, el yugo colonial impuso un plazo
de varias décadas para la cristalización de similares proyectos
nacional-populistas.
Aislada,
la Unión Soviética intentó inventar una nueva trayectoria, Durante los 1920s,
se trato vanamente que la revolución se tornara global. Forzada a retroceder
hacia sus propias fuerzas, siguió a Stalin en una serie de planes quinquenales
que intentaban permitirle ganar el tiempo perdido. Lenin ya había definido ese
curso como “Poder soviético más electrificación”. La referencia aquí era
una nueva revolución industrial—la electricidad, no el carbón y el acero.
Pero “la electrificación” (de hecho, principalmente carbón y acero) habría
de ganarle a mano al poder de los Soviets, que quedó vacío de contenido.
Esta
acumulación centralizada fue, por supuesto, administrada por un estado despótico,
sin considerar en esto el populismo social que caracterizaba a sus políticas.
Pero hacia entonces, ni la unidad alemana ni la modernización japonesa, habían
sido el trabajo de demócratas. El sistema soviético fue eficiente tanto tiempo
como los fines siguieron siendo simples: acelerar la acumulación extensiva (la
industrialización del país) y construir una fuerza militar que fuera la
primera en ser capaz de enfrentar el reto del adversario capitalista, derrotando
a la Alemania nazi y luego poniendo fin al monopolio americano sobre las armas
atómicas y los misiles balísticos durante los 1960s.
Después
de la Guerra: del Crecimiento Acelerado (1945-1970) a la Crisis ( de 1970-al
presente.).
La
Segunda Guerra Mundial inauguraba una nueva fase en el sistema mundial. La
expansión del período de posguerra (1945.1975) se basaba en los tres proyectos
de la época, proyectos en donde cada uno estabilizaba y complementaba a los
otros. Estos tres proyectos sociales eran: a) en el Occidente, el proyecto del
estado de bienestar social demócrata, basado en la eficiencia de sistemas
nacionales productivos interdependientes; b) el “Proyecto Bandung” de
construcción de burguesías nacionales en la periferia del sistema (ideologías
desarrollistas); y c) el proyecto de estilo soviético de “capitalismo sin
capitalistas”, que existía con una relativa autonomía con respecto al
sistema mundial dominante. La doble derrota del fascismo y del viejo
colonialismo había por supuesto creado una coyuntura que permitía a las clases
populares, víctimas de la acumulación capitalista, imponer formas estables
aunque limitadas y discutidas de formación y de regulaciones al capital, a las
cuales el mismo capital debía ajustarse, y que se establecieron como
condiciones básicas de este período de alto crecimiento y de acumulación
acelerada.
La
crisis que siguió (que empezó entre 1968 y 1975) fue una de erosión y luego
de colapso de los sistemas sobre los cuales previamente se había depositado la
expansión. Este período, que todavía no se cierra, no es por ello el del
establecimiento de un nuevo orden, como se sostiene muy a menudo. Más bien este
período se caracteriza por el caos que no ha sido superado—muy al contrario.
Las políticas puestas en ejecución bajo estas condiciones no constituyen una
estrategia positiva de la expansión del capital sino que simplemente tratan de
administrar la crisis del capital. No han tenido éxito ya que el proyecto
“espontáneo” producido por las fuerzas activas y no mediadas del capital,
en la ausencia de todo marco provisto por fuerzas sociales a través de
reacciones coherentes y eficientes, es todavía una utopía: la de la
administración mundial a través de lo que se refiere como “el mercado”
–esto es, los intereses a corto plazo de las fuerzas dominantes del capital.
En
la historia moderna, las fases de reproducción basadas en sistemas de acumulación
estables son sucedidas por períodos de caos. En la primera de esas fases, como
en el crecimiento de la posguerra, la sucesión de eventos da la impresión de
una cierta monotonía, ya que las relaciones sociales e internacionales que
construyen su arquitectura, se han estabilizado. Estas relaciones son entonces
reproducidas a través del funcionamiento de la dinámica del sistema. En esas
fases –y para completar la confusión entre todos los “individualistas
metodológicos”—son plenamente visibles sujetos sociohistóricos precisos,
definidos y activos (clases sociales activas, estados, partidos políticos, y
organizaciones sociales dominantes). Sus prácticas parecen formar una pauta
clara y sus reacciones son predecibles en la mayoría de los casos; las ideologías
que los motivas los benefician de una legitimidad incontestable. En esos
momentos, las coyunturas pueden cambiar, pero las estructuras permanecen
estables. Las predicciones son entonces posibles y hasta fáciles. El peligro
surge cuando extrapolamos demasiado lejos estas predicciones, como si las
estructuras en cuestión fueran eternas y estuvieran marcadas por “el fin de
la historia”. El análisis de las contradicciones que enigmatizan estas
estructuras se reemplaza entonces por lo que los posmodernistas han llamado
correctamente “grandes narrativas”,”las leyes de la historia”. Los
sujetos de la historia desaparecen, dando lugar a una supuesta lógica objetiva
estructural.
Pero
las contradicciones a que nos referimos hacen su trabajo silenciosamente, y un día
las estructuras “estables” colapsan. La historia entra entonces en una fase
que podría ser descrita más tarde como de transición, pero que es vivida como
una transición hacia lo desconocido, durante la cual cristalizan lentamente
nuevos sujetos históricos. Estos sujetos inauguran nuevas prácticas,
procediendo mediante pruebas y errores, y se legitiman a través de nuevos
discursos ideológicos, a menudo muy confusos al principio. Solamente cuando los
procesos de cambio cualitativo han madurado suficientemente, aparecen nuevas
relaciones sociales, definiendo sistemas pos-transición que son capaces de
auto-reproducción sostenida.
La
expansión de la posguerra permitió transformaciones económicas, políticas y
sociales en todas las regiones del mundo. Estas transformaciones fueron el
producto de regulaciones impuestas al capital por las clases trabajadoras y
populares. No fueron el producto (y aquí la ideología liberal es demostrada
como falsa) de una lógica de la expansión del mercado. Pero estas
transformaciones fueron tan grandes que, a pesar del procesos de desintegración
de que somos objeto en la actualidad, definieron un nuevo marco para los retos
que enfrentan los pueblos del mundo actualmente, en los umbrales del siglo XXI.
Por un largo tiempo –desde la revolución industrial a comienzos del siglo XIX
a los 1930s (en la Unión Soviética) o a los 1950s (en el Tercer Mundo)—el
contraste entre el centro y las periferias del moderno sistema mundial fue casi
idéntico a la oposición entre países industriales y no industrializados. Las
rebeliones en las periferias –y en ste respecto las revoluciones socialistas
en Rusia y en China y los movimientos de liberación nacional , fueron
parecidos—revisaron este esquema al empalmar sus sociedades en los procesos de
modernización. Aparecieron las periferias industrializadas; y la vieja
polarización se revisó. Pero luego una nueva forma de polarización vio la
luz. Gradualmente, el eje en torno al cual el sistema capitalista se estaba
organizando, y que debería definir las formas futuras de la polarización, se
constituía sobre la base de los “cinco nuevos monopolios” que beneficiaban
a los países de la tríada dominante: el control de la tecnología; los flujos
financieros globales (a través de bancos, cartels de aseguradoras, y fondos de
pensión del centro); acceso a los recursos naturales del planeta; la media y la
comunicación; y las armas de destrucción masiva.
Tomados
en conjunto, estos cinco monopolios definen el marco dentro del cual la ley
del valor globalizado se expresa a si mismo. La ley del valor es
escasamente la expresión de una “pura” racionalidad económica que puede
ser separada de su marco social y político; más bien, es la expresión
condensada de la totalidad de esas circunstancias. Son estas circunstancias
–en vez del cálculo “racional” de decisiones individuales míticas hechas
por el mercado—las que cancelan la extensión de la industrialización de las
periferias, devalúan el trabajo productivo incorporado en esos productos, o
sobrevalúan el supuesto valor agregado unido a las actividades a través de las
cuales operan los nuevos monopolios para el beneficio de los centros. Por eso
ellos producen una nueva jerarquía en la distribución del ingreso a escala
mundial, más desigual que nunca, colocando en una situación subalterna a las
industrias de la periferia. La polarización encuentra aquí una nueva base, la
base que dictará su forma futura.
La
industrialización que las fuerzas sociales, energizadas por las victorias de la
liberación nacional, imponían al capital dominante, produjo resultados
desiguales. Hoy, podemos
diferenciar las periferias de primera línea, que fueron capaces de construir
sistemas nacionales productivos con industrias potencialmente competitivas
dentro del marco del capitalismo globalizado, y periferias marginales, que no
fueron tan exitosas. El criterio que separa las periferias activas de las
marginales no está sólo en la presencia de industrias potencialmente
competitivas: es también político.
Las
autoridades políticas en la periferias activas –y detrás de ellas, toda la
sociedad (incluyendo las contradicciones en la misma sociedad)—tienen un
proyecto y una estrategia para su realización. Este es claramente el caso de
China, Corea, y en un menor grado, de ciertos países del Sud este de Asia,
India y de algunos países de América Latina. Estos proyectos nacionales se
enfrentan con el imperialismo globalmente dominante; el resultado de esta
confrontación contribuirá a dar su forma al mundo de mañana.
Por
otro lado, las periferias marginales no tienen ni proyecto ni estrategia (aunque
la retórica política del Islam diga lo contrario). En este caso, los círculos
imperialistas “piensan por ellos” y toman la iniciativa solos en la
elaboración de “proyectos” que conciernen a estas regiones ( como las
asociaciones africanas de la Comunidad Europea, los “proyectos para el Medio
Oriente” de los EEUU e Israel, y los vagos esquemas europeos para el Mediterráneo).
Ninguna fuerza local ofrece oposición alguna, estos países son por ellos
sujetos pasivos de la globalización.
Esta
breve visión de conjunto de la economía política de la transformación del
sistema capitalista global en el siglo veinte, debe incluir un recordatorio
acerca de la sorprendente revolución demográfica que ha ocurrido en la
periferia. La proporción de la población global formada por las poblaciones de
Asia (excluyendo a Japón y a la Unión Soviética), África y América Latina y
el Caribe era del 68% en 1900; ahora es del 81 por ciento.
El
tercer socio en el sistema mundial de la posguerra, que comprendía a los países
donde “actualmente se da el socialismo existente”, ha abandonado la escena
histórica. La misma existencia del sistema Soviético, con sus éxitos en
cuanto a industrialización extensiva y logros militares, fue uno de los
principales motores de todas las grandes transformaciones del siglo veinte. Sin
el “peligro” que representaba el modelo comunista, nunca la socialdemocracia
de Occidente habría sido capaz de imponer el estado de bienestar. La existencia
del sistema Soviético, y la coexistencia que impuso a los EEUU, reforzó el
margen de autonomía a disposición de las burguesías en el Sur.
Sin
embargo, el sistema Soviético, no se las pudo arreglar para pasar a un nuevo
estadio de acumulación intensiva; por ello fracasó en la nueva revolución
industrial (dirigida por as computadoras) con la que terminó el siglo veinte.
Las razones de este fracaso son complejas; todavía, este fracaso nos obliga a
colocar en el centro de nuestro análisis el giro no democrático del poder Soviético,
que fue al final incapaz de internalizar la urgencia fundamental de progreso
hacia el socialismo demandada por las condiciones que enfrentaba. Yo me refiero
aquí a progresar hacia el socialismo , representado por la intensificación de
exactamente esa democratización de la economía y de la sociedad que fuera
capaz de trascender las condiciones definidas y limitadas por los marcos del
capitalismo histórico. El Socialismo será democrático o no podrá existir:
esta es la lección de esta primera experiencia de quebrar con el capitalismo.
El
pensamiento social y las teorías dominantes en economía, sociología y política,
que legitimaban las prácticas de los estados nacionales de estados de bienestar
autocentrados en Occidente, de los sistemas soviéticos en el Este, y del
populismo en el Sur, se inspiraban extensamente en Marx y en Keynes. Las nuevas
relaciones sociales del período de posguerra, más favorables al trabajo,
inspiraría las prácticas del estado de bienestar, relegando a los liberales a
posiciones de insignificancia. Por supuesto, la figura de Marx dominaba el
discurso del “socialismo real”. Pero las dos figuras preponderantes del
siglo veinte gradualmente perdieron su cualidad como iniciadores de críticas
fundamentales, convirtiéndose en mentores de la legitimación de prácticas del
poder del estado. En ambos casos, hubo un vuelco hacia la simplificación y el
dogmatismo.
El
pensamiento social crítico se movió, entonces, durante los 60s y los 70s,
hacia la periferia del sistema. Aquí las prácticas del populismo nacionalista
–una versión empobrecida del Sovietismo—gatilló una brillante explosión
en la crítica del “socialismo real”. En el centro de esta crítica había
una nueva advertencia sobre la polarización creada por la expansión global del
capital, que había sido subestimada, sino simple y llanamente ignorada, desde
acá un siglo y medio. Esta crítica – del capitalismo realmente existente,
del pensamiento social que legitimaba su expansión, y de la crítica socialista
práctica de ambos—está en el origen de la entrada de la periferia en el
pensamiento moderno. Aquí hay una crítica rica y variada –que sería un
error reducir a “teoría de la dependencia”, ya que el pensamiento social
reabrió debates fundamentales sobre el socialismo y sobre la transición hacia
él. Más aún esta crítica revivió el debate sobre el marxismo y el
materialismo histórico, entendiendo desde el principio la necesidad de
trascender los límites del Eurocentrismo que venía dominando al pensamiento
moderno. Innegablemente inspirado por el momento por la erupción Maoísta,
inició también la crítica tanto del Sovietismo como del nuevo globalismo que
se alzaba en el horizonte.
La
Crisis del Fin-de-Siècle
Partiendo
de entre 1968 y 1971, el colapso de los tres modelos de posguerra de regulación
de la acumulación, se abrió hacia la crisis estructural del sistema, de una
manera que recuerda lo que ocurrió a fines del siglo XIX. Las tasas de
crecimiento y de inversión cayeron verticalmente (a la mitad de sus niveles
previos); el desempleo creció brutalmente, la pauperización se intensificó.
Los porcentajes utilizados para medir la desigualdad en el mundo capitalista se
aguzaron crecientemente; el 20% más rico de la humanidad aumentó su tajada del
producto global del 60 al 80 por ciento en las dos últimas décadas de este
siglo. La Globalización fue afortunada cosa para algunos. Sin embargo, para la
gran mayoría –especialmente para los pueblos del Sur sujetos a políticas de
ajustes estructurales unilaterales, y los del Este, encerrados en una dramática
demolición social—fue un desastre.
Pero esta crisis estructural, como su predecesora, se
acompaña de una tercera revolución tecnológica, que altera profundamente los
modos de organización del trabajo, y (frente a un fiero ataque del capitalismo
global) abandona las viejas formas de la organización obrera y popular y lucha
por su eficiencia y con eso, por su legitimidad. El movimiento social
fragmentado no ha encontrado aún la fórmula suficientemente fuerte para
enfrentar los retos que se le plantean. Pero ha realizado importantes logros en
direcciones que enriquecen su impacto: principalmente, el poderoso ingreso de
las mujeres en la vida social, así como la conciencia sobre la destrucción
ambiental en una escala en donde, por primera vez en la historia, amenaza a
todas las formas altamente organizadas de vida en el planeta. Así, a medida que
el centro capitalista de los “cinco monopolios” llega a estar a la vista, un
movimiento social global multipolar emerge (como un contrapeso, como alternativa
y como sucesor) con elementos ya visibles en lo general.
La
administración de la crisis, basada en una brutal reversión de las recetas del
“libre mercado” liberal, trata de imponerse de nuevo. Marx y Keynes han sido
borrados del pensamiento social y los “teóricos” de la “economía dura”
han reemplazado el análisis del mundo real con el del capitalismo imaginario.
Pero el éxito temporal de este pensamiento utópico ultra-reaccionario
simplemente es el síntoma de su declinación –cuando la brujería ocupa el
lugar de la racionalidad—que viene a testimoniar que en los hechos el
capitalismo objetivamente está pronto para ser trascendido.
La
crisis de administración ya ha comenzado a entrar a su fase de colapso. Las
crisis del Sud Este de Asia y de Corea eran predecibles. Durante los 80s, esos
países (al igual que China), se las arreglaron para beneficiarse de la crisis
mundial entrando en mayores intercambios mundiales (basándose en sus
“ventajas comparativas”: el trabajo barato), atrayendo inversiones
extranjeras pero permaneciendo en los bordes de la globalización financiera, y
(en los casos de China y de Corea) inscribiendo sus proyectos de desarrollo en
una estrategia nacionalmente controlada. En los 90s, Corea y el Sud Este de Asia
se abrieron a la globalización financiera, mientras China e India comenzaban a
orientarse en la misma dirección.
Atraídos
por los altos niveles de crecimiento de la región, el excedente de capitales
flotantes se movieron en esa dirección, produciendo un acelerado crecimiento
pero también inflación en los stocks y en la propiedad raíz. Como se predijo,
la burbuja financiera estalló un poco tiempo después. La reacción política a
esta crisis masiva ha sido novedosa en varios aspectos –por ejemplo, diferente
a la provocada por la crisis mexicana. Los Estados Unidos, con Japón siguiéndole
de cera, intentó tomar ventajas de la crisis de Corea, para desmantelar el
sistema productivo del país (bajo el pretexto falaz de que era controlado
oligopólicamente!) y subordinarlo a las estrategias de los oligopolios de EEUU
y de Japón. Los poderes nacionales intentaron resistir desafando el problema de
su inserción en la globalización financiera mediante el reestablecimiento de
controles a los intercambios en Malasia o retirando la participación inmediata
de su lista de prioridades en China y en India.
Este colapso de la dimensión financiera de la Globalización
forzó a los países del G7 (el grupo de los siete países capitalistas más
avanzados) a planear una nueva estrategia, esta vez provocando una crisis en el
pensamiento liberal. Es a la luz de esta crisis que
debemos examinar en sus líneas generales el contraataque lanzado por el G7. De
la noche a la mañana cambiaron su tono: el término “regulación”,
prohibido hasta entonces, reapareció en las resoluciones del grupo. Había
llegado a ser necesario “regular los flujos financieros internacionales”. Joseph
Stiglitz, principal economista del banco Mundial en ese tiempo, sugería un
debate para definir un nuevo “consenso post-Washington”. Pero esto ya
era demasiado para los portavoces de la hegemonía de los EEUU, y el Secretario
del Tesoro Lawrance Summers, miró como remover s Stiglitz.
Los
ataques a la hegemonía de los EEUU—El siglo XXI no será americano.
En
esta caótica coyuntura, una vez más los EEUU tomaron la ofensiva, a fin de
reestablecer su hegemonía global y, en consecuencia, organizar el sistema
mundial en sus dimensiones económica, políticas y militares. ¿Es que la
hegemonía de EEUU había entrado en declinación? ¿O es que comenzaba a
establecer una renovación que haría del siglo XXI un siglo americano?
Si
examinamos la dimensión económica en su sentido estrecho, y la medimos
secamente en términos del Producto Interno Bruto (GDP) per per, y las
tendencias estructurales de la balanza comercial, concluiríamos que la hegemonía
americana, tan aplastante en 1945, ha cedido terreno desde los 60s y 70s con el
brillante resurgimiento de Japón y de Europa. Los europeos lo dicen
continuamente, en términos que son ya familiares: la Unión Europea es la
primera fuerza económica y comercial a escala mundial. La declaración, sin
embargo, es algo apresurada. Pues, si es verdad que existe un mercado europeo único,
y que ya está asomando una moneda única, lo mismo no se puede decir de la
economía europea (al menos no todavía). No existe algo que pueda llamarse
“Sistema Productivo Europeo”; por el contrario de tal sistema productivo
puede hablarse en el caso de los EEUU. Las economías establecidas en Europa con
la constitución de burguesías históricas en países relevantes, y la
configuración en este marco de sistemas productivos nacionales autocéntricos
(aún cuando sean abiertos y hasta de una manera agresiva), han permanecido más
o menos iguales desde la partida. Todavía no hay CTNs europeas: sólo británicas,
alemanas, francesas. La interpenetración del capital no es más densa en las
relaciones inter.-europeas que en las relaciones entre cada nación europea y
los EEUU o Japón. Si los sistemas productivos europeos han sido oradadados, y
si la “interdependencia globalizada” los ha
debilitado de tal manera que las políticas nacionales han perdido mucho de su
eficacia, esto ha sido precisamente en ventaja de la globalización y de las
fuerzas (de los EEUU) que la dominan, y no de esa “integración europea” que
no existe todavía.
La hegemonía de los EEUU se basa en un segundo pilar: el
poder militar.
Levantado desde 1945, ahora cubre todo el planeta, que se ha parcelado en
regiones –cada una con el requisito de un comando de EEUU. Esta hegemonía ha
sido forzada a aceptar la coexistencia pacífica impuesta por el poder militar
soviético. Ahora, se ha dado vuelta a esa página y los EEUU han ido a la
ofensiva en el reforzamiento de su dominio global. Henry Kissinger resumió todo esto en una memorable
y arrogante frase: “La Globalización es sólo otra palabra para designar el
dominio de los EEUU”. Esta estrategia global americana tiene cinco objetivos:
neutralizar y subyugar a las otras partes de la tríada (Europa y Japón),
minimizando su habilidad para actuar fuera de la órbita de los EEUU; establecer
el control militar de la OTAN mientras se “latinoamericanizan” los
fragmentos del antiguo mundo soviético; ejercer absoluta influencia sobre el
Medio Oriente y el asia Central, especialmente sobre los recursos petroleros;
desmantelar China, asegurando la subordinación de las otras grandes naciones
(India y Brasil), y previniendo la constitución de bloques regionales capaces de negociar los términos de
la globalización, y marginar las regiones del Sur que carecen de interés
estratégico.
El
instrumento favorito de esta hegemonía es por eso, el instrumento militar, como
los más altos representantes de los EEUU no se cansan en repetir. Esta hegemonía,
que garantiza la superioridad de la tríada sobre el sistema mundial, por eso
demanda que los aliados de América estén de acuerdo en seguirla en sus mismos
inicios. Gran Bretaña, Alemania y Japón no ponen objeciones (ni aún
culturales) a este imperativo. Pero esto significa que los discursos acerca del
poder económico de Europa (con los que los políticos europeos empapan a sus
audiencias) carecen de significado real. Al posicionarse exclusivamente en el
terreno de las disputas mercantiles, Europa (que no tiene proyectos propios en
lo político ni en lo social) ha perdido la carrera antes de la partida. Y
Washington lo sabe bien.
El
cuerpo principal para la realización de la estrategia elegida por Washington es
la OTAN, lo que explica por qué ha sobrevivido al colapso del adversario que
constituía la raison d’étre de la organización. La OTAN todavía habla en
nombre de “la comunidad internacional”, expresando su desagrado por el
principio democrático que gobierna a esta comunidad a través de las naciones
Unidas. Porque la OTAN actúa sólo para servir los objetivos de
Washington—nada más ni nada menos—como lo demuestra la historia de la
pasada década, desde la Guerra del Golfo a Kosovo.
La estrategia empleada por la tríada, bajo la dirección
de EEUU—tiene como objetivo la construcción de un mundo unipolar organizado
según dos principios complementarios: la dictadura unilateral del capital CTN
dominante y el despliegue del imperio militar de los EEUU, ante quien todas las
naciones estarán obligadas a someterse. Ningún otro proyecto podrá tolerarse
bajo esta perspectiva, ni siquiera el proyecto europeo de aliados subalternos de
la OTAN, y especialmente no un proyecto que permita algún grado de autonomía,
como la de China, que deberá ser quebrado por la fuerza si es necesario.
Esta visión de un mundo unipolar está siendo
crecientemente opuesta por una de globalización multipolar, la única
estrategia que podría permitir a las diferentes regiones del mundo alcanzar un
desarrollo social aceptable, y que podría por ello albergar la democratización
social y la reducción de los motivos de conflicto. La estrategia hegemónica de
los EEUU y des sus aliados de la OTAN es hoy la principal enemiga del progreso,
de la democracia y de la paz.
El
siglo XXI no será un siglo americano. Será un siglo de vastos conflictos, del
ascenso de luchas sociales que cuestionarán las ambiciones de Washington y del
capital. La crisis está exacerbando las contradicciones entre las clases
dominantes. Estos conflictos cobrarán dimensiones internacionales cada vez más
agudas, y empujarán a estados y grupos de estados unos contra otros. Uno ya
puede discernir los primeros finteos de un conflicto entre los Estados Unidos,
Japón y su fiel aliado australiano, por un lado, y China y otros países asiáticos
por el otro. No es difícil prever el renacimiento del conflicto entre Estados
Unidos y Rusia, si la última se las arregla para librarse de la espiral de
muerte y de desintegración a donde la arrojaron Boris Yeltsin y sus
“consejeros” norteamericanos. Y si la izquierda europea se libera de la
sumisión a los dobles dictados del capital y de Washington, sería posible
imaginar que una nueva estrategia europea pudiera enlazarse con las de Rusia,
China, India, y el tercer mundo en general, en un esfuerzo necesario por una
construcción multipolar. Si esto no llega a ocurrir, el proyecto europeo en si
mismo se desvanecerá.
Por
eso, la cuestión central es cómo los conflictos y las luchas sociales (es
importante diferenciar entre ambos) se podrán articular. ¿Quién triunfará?
¿ Las luchas sociales se subordinarán, enmarcadas en los conflictos, y por
ello serán controladas por los poderes dominantes, y aun convertidas en
instrumentos en beneficio de esos poderes? ¿ O las luchas sociales superan su
autonomía y forzarán a los poderes mayores a responder a sus urgentes
demandas?
Por
supuesto, no imagino que los conflictos y las luchas del siglo XXI vayan a
producir una rehechura del siglo anterior. La Historia no se repite de acuerdo a
un modelo cíclico. Hoy las sociedades enfrentan nuevos retos en todos los
niveles. Pero precisamente dado que las contradicciones inmanentes del
capitalismo se han hecho más agudas al finalizar el siglo de lo que eran en sus
comienzos, y porque los medios de destrucción son también mucho más grandes
de lo que nunca fueron, las alternativas para el siglo XXI son (más que nunca
antes) “socialismo o barbarie”.
Traducción
para Globalización del texto en inglés publicado en el número de junio 2000
de Monthly Review.
Obras recientes de Samir Amin.Spectre of Capitalism
(1998) , Re-Reading Post War Period (1994) , Empire of Chaos
(1992), Eurocentrism (1989)